viernes, 5 de octubre de 2012

Sobre Vittorio De Seta

Martin Scorsese sobre Banditi a Orgosolo (Bandidos en Orgosolo) *

Hace dos años, los productores italianos de Il mio viaggio in Italia, (Mi viaje en Italia, 1999) -mi documental sobre el cine italiano- me hicieron un regalo inesperado: algunas copias en 35 mm de documentales dirigidos por Vittorio De Seta entre 1954 y 1958. En total, siete films de una duración aproximada de diez minutos cada uno, seis de los cuales estaban rodados en cinemascope. Títulos encantadores como Lu tempo di li pisci spata, Isole di fuoco, Pascqua in Sicilia, Contadini del mare, Parabola d’ oro

Había escuchado hablar de los documentales de De Seta como sucede con los lugares legendarios: alguien debía de haberlos vistos de un modo u otro, pero nadie recordaba quién, cómo o cuándo. El mismo De Seta era una figura legendaria y misteriosa. Había realizado solo tres films en los años sesenta (el primero de los cuales, Banditi a Orgosolo, una obra maestra indiscutida) para después deslizarse junto con sus películas hacia una suerte de olvido. Recuerdo claramente el haber asistido a la proyección de Banditi al Festival de Cine de Nueva York al inicio de los años sesenta. Uno de los films más insólitos y extraordinarios que jamás haya visto.

La historia es simple: un pastor, injustamente acusado de un crimen que no ha cometido, es rastreado en un paisaje árido y silencioso. Su rebaño muere de hambre y él, ya reducido a la miseria, se ve obligado a convertirse en bandido. Pero también, la película es la historia de una isla y de su gente. Ambientada en las montañas de Barbaglia, en Cerdeña, el film revela un mundo arcaico, sin contaminar, donde la gente se expresa en un dialecto antiguo y vive según las reglas de entonces, considerando al mundo moderno extraño y hostil. Allí, De Seta redescubre los vestigios de una sociedad antigua a través de la cual resplandece una nobleza perdida.

El estilo del film me conmovió profundamente. El neorrealismo se había manejado en otro nivel, en el cual el director participaba completamente de la narración, donde la línea de demarcación entre forma y contenido había sido anulada, y eran los acontecimientos los que dictaban la forma. El sentido del ritmo de De Seta, el uso de la cámara, su extraordinaria habilidad para fundir a los personajes con el ambiente que los rodeaba fue para mí una completa revelación. De Seta era un antropólogo que se expresaba con la voz de un poeta.

¿De dónde venía esta voz? Cuarenta años después, al hacerme esta pregunta, he comprendido que tal vez sus documentales podían darme una respuesta. Al final, los he proyectado y me he quedado estupefacto. La desorientación y la sorpresa me invadieron desde la primera imagen, no me sentía preparado para lo que estaba viendo. Me sobrecogió una emoción intensa, como si hubiera atravesado la pantalla y me hubiera reencontrado en un mundo que no había nunca conocido, pero que de pronto reconocía.

Un mundo crepuscular. Aquello que estaba mirando era mi cultura ancestral, que se dirigía hacia su fin, a un paso de su ingreso en la esfera del mito. Me viene a la mente una escena de la película Roma, de Fellini, donde un fresco desaparece al entrar en contacto con la luz, durante la construcción de una línea de subterráneos –fragmentos de una civilización que ha alcanzado la época moderna, y donde resuena aún la música de la epopeya.

Pero no solo me había limitado a traspasar la pantalla, ahora estaba entrando en los ojos del director, como si en el acto de apropiarme de nuestras raíces comunes hubiera visto el mundo de De Seta. Estaba compartiendo su curiosidad y su estupor, dándome cuenta con tristeza, como debió de haber hecho él, que aquella era la última vez que la vitalidad de una cultura aislada se filmaba.

Estaba en la pantalla, Sicilia. Una Sicilia que en mi familia, mis abuelos fueron los últimos en conocer, una Sicilia olvidada. Un lugar donde la luz del día era preciosa y la noche completamente oscura y misteriosa. Un lugar que había permanecido inalterado por siglos, donde el estilo de vida es siempre el mismo, donde las catástrofes naturales formaban parte de la existencia, amenazando cada momento con muerte y destrucción. Un lugar donde la religión revestía una importancia primaria, donde el sufrimiento de la vida venía revuelto con las estaciones del Vía Crucis. En el fondo, esta gente se identificaba con la liturgia de la crucifixión.

Eran los hijos de Sísifo, quien había aprisionado a Tánatos para evitar el deceso de los mortales;  los hijos de Prometeo, quien había robado el fuego a los dioses para entregarlo a los humanos, y que por esto, estaban castigados para toda la eternidad. Gente que busca la redención a través del trabajo manual: en las vísceras de la tierra (Surfarara); el mar abierto (Contadini del mare); sobre las colinas (Parabola d’ oro), tirando las redes, cortando el grano, extrayendo el azufre. Gente que parecía rezar a través del cansancio de las manos.

¿De qué estaba compuesta esta alquimia? Era el cine en su esencia, donde el director no registra la realidad, sino que la vive en primera persona. En estos documentales encontré la misma humilde empatía de De Seta que había conocido cuarenta años antes, en Banditi a Orgosolo. No solo era el mundo de mis antepasados que se habría delante de mis ojos, sino que era también un cine que ya no existía más. Un cine que tenía el poder de la evocación religiosa.

La proyección había durado menos de una hora, pero el tiempo había pasado lentamente, como si hubiera vivido cada simple fotograma. Era el cine en su mejor expresión, capaz de transformar, que me había permitido comprender cosas que nunca antes había comprendido y vivir emociones desconocidas para mí. Tenía la sensación de haber hecho un viaje en un paraíso perdido.

* Texto escrito expresamente para la Cinemateca del Ayuntamiento de Bolonia, en ocasión de la presentación a la Muestra de Arte Cinematográfica de Venecia 2005 de Banditi a Orgosolo, versión restaurada por la Cinemateca de Bolonia-Laboratorio L´Immagine Ritrovata.
 
Traducción: Adriana Scaglione
 

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