Hace dos años, los productores italianos de Il mio viaggio in Italia, (Mi
viaje en Italia, 1999) -mi documental sobre el cine italiano- me hicieron un regalo
inesperado: algunas copias en 35 mm de documentales dirigidos por Vittorio De
Seta entre 1954 y 1958. En total, siete films de una duración aproximada de
diez minutos cada uno, seis de los cuales estaban rodados en cinemascope. Títulos encantadores como Lu tempo di li pisci spata, Isole di fuoco, Pascqua in Sicilia, Contadini
del mare, Parabola d’ oro …
Había escuchado hablar de los documentales de De Seta como sucede con los
lugares legendarios: alguien debía de haberlos vistos de un modo u otro, pero
nadie recordaba quién, cómo o cuándo. El mismo De Seta era una figura
legendaria y misteriosa. Había realizado solo tres films en los años sesenta
(el primero de los cuales, Banditi a
Orgosolo, una obra maestra indiscutida) para después deslizarse junto con
sus películas hacia una suerte de olvido. Recuerdo claramente el haber asistido
a la proyección de Banditi al
Festival de Cine de Nueva York al inicio de los años sesenta. Uno de los films
más insólitos y extraordinarios que jamás haya visto.
La historia es simple: un pastor, injustamente acusado de un crimen que no
ha cometido, es rastreado en un paisaje árido y silencioso. Su rebaño muere de
hambre y él, ya reducido a la miseria, se ve obligado a convertirse en bandido.
Pero también, la película es la historia de una isla y de su gente. Ambientada
en las montañas de Barbaglia, en Cerdeña, el film revela un mundo arcaico, sin
contaminar, donde la gente se expresa en un dialecto antiguo y vive según las
reglas de entonces, considerando al mundo moderno extraño y hostil. Allí, De
Seta redescubre los vestigios de una sociedad antigua a través de la cual
resplandece una nobleza perdida.
El estilo del film me conmovió profundamente. El neorrealismo se había manejado en otro nivel, en el cual el director participaba completamente de
la narración, donde la línea de demarcación entre forma y contenido había sido
anulada, y eran los acontecimientos los que dictaban la forma. El sentido del
ritmo de De Seta, el uso de la cámara, su extraordinaria habilidad para fundir
a los personajes con el ambiente que los rodeaba fue para mí una completa
revelación. De Seta era un antropólogo que se expresaba con la voz de un poeta.
¿De dónde venía esta voz? Cuarenta años después, al hacerme esta pregunta,
he comprendido que tal vez sus documentales podían darme una respuesta. Al
final, los he proyectado y me he quedado estupefacto. La desorientación y la sorpresa me invadieron desde la primera imagen, no me sentía
preparado para lo que estaba viendo. Me sobrecogió una emoción
intensa, como si hubiera atravesado la pantalla y me hubiera reencontrado en un
mundo que no había nunca conocido, pero que de pronto reconocía.
Un mundo crepuscular. Aquello que estaba mirando era mi cultura ancestral,
que se dirigía hacia su fin, a un paso de su ingreso en la esfera del mito. Me
viene a la mente una escena de la película Roma, de Fellini, donde un fresco desaparece al entrar en contacto
con la luz, durante la construcción de una línea de subterráneos –fragmentos de
una civilización que ha alcanzado la época moderna, y donde resuena aún la
música de la epopeya.
Pero no solo me había limitado a traspasar la pantalla, ahora estaba
entrando en los ojos del director, como si en el acto de apropiarme de nuestras
raíces comunes hubiera visto el mundo de De Seta. Estaba compartiendo su
curiosidad y su estupor, dándome cuenta con tristeza, como debió de haber hecho
él, que aquella era la última vez que la vitalidad de una cultura aislada se
filmaba.
Estaba en la pantalla, Sicilia. Una Sicilia que en mi familia, mis abuelos
fueron los últimos en conocer, una Sicilia olvidada. Un lugar donde la luz del
día era preciosa y la noche completamente oscura y misteriosa. Un lugar que había
permanecido inalterado por siglos, donde el estilo de vida es siempre el mismo,
donde las catástrofes naturales formaban parte de la existencia, amenazando
cada momento con muerte y destrucción. Un lugar donde la religión revestía una
importancia primaria, donde el sufrimiento de la vida venía revuelto con las
estaciones del Vía Crucis. En el fondo, esta gente se identificaba con la
liturgia de la crucifixión.
Eran los hijos de Sísifo, quien había aprisionado a Tánatos para evitar el
deceso de los mortales; los hijos de
Prometeo, quien había robado el fuego a los dioses para entregarlo a los
humanos, y que por esto, estaban castigados para toda la eternidad. Gente que
busca la redención a través del trabajo manual: en las vísceras de la tierra (Surfarara); el mar abierto (Contadini del mare); sobre las colinas (Parabola d’ oro), tirando las redes,
cortando el grano, extrayendo el azufre. Gente que parecía rezar a través del
cansancio de las manos.
¿De qué estaba compuesta esta alquimia? Era el cine en su esencia, donde el
director no registra la realidad, sino que la vive en primera persona. En estos
documentales encontré la misma humilde empatía de De Seta que había conocido
cuarenta años antes, en Banditi a
Orgosolo. No solo era el mundo de mis antepasados que se habría delante de
mis ojos, sino que era también un cine que ya no existía más. Un cine que tenía el
poder de la evocación religiosa.
La proyección había durado menos de una hora, pero el tiempo había pasado
lentamente, como si hubiera vivido cada simple fotograma. Era el cine en su
mejor expresión, capaz de transformar, que me había permitido comprender cosas
que nunca antes había comprendido y vivir emociones desconocidas para mí. Tenía
la sensación de haber hecho un viaje en un paraíso perdido.
* Texto escrito expresamente para la Cinemateca del Ayuntamiento de Bolonia,
en ocasión de la presentación a la Muestra de Arte Cinematográfica de Venecia
2005 de Banditi a Orgosolo, versión
restaurada por la Cinemateca de Bolonia-Laboratorio L´Immagine Ritrovata.
Traducción: Adriana Scaglione
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