martes, 28 de octubre de 2014


OLMI Y EL CINE ITALIANO (Primera parte)

Por Enzo Natta*

La imagen de apertura que ha comparado a Ermanno Olmi con un río fluctuante, es decir, con algo que desaparece imprevistamente para reaparecer después, me ha parecido muy apropiada. He conocido esta sensación no hace mucho tiempo, leyendo un artículo publicado en un periódico de importante peso específico, y no solo dicho en un sentido metafórico, visto la cantidad de suplementos que incluía. “Vaya” me he dicho, “que el río fluctuante reaparece”. Siempre despistando, Olmi ha reaparecido, nuevamente desaparecido y reaparecido otra vez. Lo había hecho al principio con un Otello leído con la mirada puesta en la actualidad, donde el caso de O. J. Simpson, el campión americano acusado de haber matado a su mujer y protagonista de una fuga rocambolesca, añadía a la crónica instrumentos clásicos de la cultura como tragedia shakespeareana; y luego con Il mestiere delle armi, donde la historia deviene a su vez, a través de la vivencia de Giovanni dalle Bande Nere, un insólito instrumento de investigación para explorar la disposición humana. Ninguna maravilla, porque es justamente sobre la base de estos instrumentos de investigación insólitos que Ermanno Olmi ha construido su cine.

Su primer largometraje, Il tempo si è fermato, rodado en 1959, nace del desarrollo de una idea precedente, y como tal representa un instrumento de investigación insólito. El precedente era La diga del ghiacciaio, un documental rodado en 1953. Olmi, entonces, trabajaba en el departamento de Cine de la Edisonvolta; y el cine industrial, esto es, aquellos documentales producidos por las grandes empresas para promover sus iniciativas en el sector empresario, gozaba en aquel período de un momento extremadamente favorable. La diga del ghiacciaio describía el nacimiento de un dique construido por la Edisonvolta en la montaña del Adamello. Seis años después, en el núcleo central de aquel documental, Olmi insertó una historia, la historia relacionada con los guardianes del dique, uno mayor y otro joven que venía a sustituir a un colega que había sido padre. De esta manera, el documental sobre el dique y sus guardianes se transforma en un encuentro entre dos mundos distintos, el encuentro entre el joven y el anciano, la obligación de la convivencia en aquel aislamiento total, los roces hasta el momento en que los dos aprenden a conocerse y estimarse recíprocamente. Incluso aquí, pues, un método de indagación más bien insólito. Un método, de todas formas, que no representa para nada una novedad si se retrocede a los documentales anteriores de Ermanno Olmi. Porque a diferencia de los otros documentales industriales en donde el acento estaba puesto en la maquinaria o en las grandes construcciones, el interés de Olmi se traslada al hombre, a las personas que construyen estas enormes instalaciones o que manejan estas maquinarias. Aquello que le interesa, de hecho, es el hombre y de la observación del hombre, la atención desciende luego hacia la persona humana y su conocimiento.

Poco después de los primeros films de Ermanno Olmi, se comenzó a discutir sobre las raíces del autor, su origen cultural, sus puntos de referencia y sus modelos. Indudablemente, el modelo era el documental, con la observación del mundo del trabajo. Il posto no es más que una visión del universo lavoral: film de una actualidad desconcertante, visto el extendido fenómeno de la desocupación juvenil y la caza del puesto fijo, perseguido como una quimera.

Siempre el mundo del trabajo; siempre métodos de investigación que escapan de los recorridos acostumbrados. I fidanzati, con el operario trasladado a Sicilia, que en la distancia recupera una relación afectiva desgastada hasta el aburrimiento por la rutina. Un certo giorno, basado en el mundo de la publicidad y del cinismo que inspiran sus habitantes. Durante l’estate, que de Un certo giorno desarrolla el concepto base, o sea, cuando el respeto de la dignidad humana es más importante que el provecho obtenido.

DE SETA SOBRE GIANNI AMELIO (1996)*

Conocí a Gianni Amelio en 1964, poco antes de comenzar a grabar Un uomo a metà (Un hombre a mitad). Estaba dando sus primeros pasos, jovencísimo, agudo, tosco como ahora. Lo tomé como ayuda, pero no llegamos a intercambiar muchas palabras; un poco, porque éramos cerrados e introvertidos los dos; y otro poco, porque yo estaba absorto día tras día en aquella película (la representación de una neurosis desde dentro). Estaba con la cámara, intentaba dialogar cada día con la película y siempre me parecía que no lo lograba. ¡Imagínense si alcanzaba a hablar con lo otros! Debió de ser un trabajo ingrato para mis colaboradores.
 
Luego nos perdimos de vista y yo me había quedado atormentado, amargado por aquel intercambio que no se había producido, por aquella amistad que no se había podido consumar. Al menos eso me parecía.
 
Después de años, se empezó a hablar de él, de sus películas, pero mientras tanto yo me había trasladado al campo y ya no iba más al cine. Había logrado ver I ragazzi di via Panisperna (Los muchachos de vía Panisperna) y me había quedado impresionado. ¿Cómo había hecho para representar con tanta precisión las figuras femeninas y sus movimientos, las personificaciones, la ranciedad de aquellos internados de Piacenza de los años treinta, si no había podido conocerlos en persona.
 
Al momento de su éxito, también internacional, no había todavía visto sus otros trabajos. Sé que Gianni había tenido palabras de reconocimiento hacia mí, pero sinceramente me sentía avergonzado, porque no alcanzaba a recordar qué cosa le hubiera podido trasmitirle. Cada vez estoy más convencido de que el arte no es más que la comunicación inmediata de un sentimiento. Y los sentimientos no se enseñan.
 
En definitiva, recientemente Paolo Minuto, me ha mandado La fine del gioco y Ladri di bambini (Niños robados). Para mí, especialmente el segundo ha sido como una revelación, como ser golpeado por un boomerang que proviene de una lejanía inesperada: una fuerte impresión de afinidad, familiaridad, alivio: una confirmación. Qué bonito que es ver después de tanto tiempo algo que se comparte incondicionalmente, que sientes tuyo. No pretendo ser ingenuo o presuntuoso, pero es así: un film bello es de todos. Al final, Gianni lograba decirme aquello que no había sido capaz de decirme oralmente. Pero del resto, ¿cómo podía haber sido de otro modo?
 
No sé si el acercamiento de Paolo Minuto al mandarme aquellos dos trabajos fue casual, pero para mí fue significativo el mirarlos juntos. La fine del gioco me ha parecido como un pasaje obligado, indispensable para llegar a Ladri di bambini (Niños robados). Mientras el primero está reducido a los límites más estrechos de la “mitobiografía” individual, el segundo desemboca en el ancho mar de la identificación, de la comunicación con los otros. Por ejemplo, los no-lugares, los espacios anónimos, deshumanizados de La fine del gioco al lado incluso de las propias vivencias personales devienen en el viaje de los dos chicos y el policía los lugares de la precariedad y la violencia del mundo entero, los mismos que discurren todos los días bajo nuestros ojos. Otro tanto, para los no-tiempo, las largas esperas, los tránsitos, los viajes interminables, los trenes detenidos dentro de su movimiento, como si atravesaran los espacios imaginarios de una memoria no rescatable, no pertenecen más a la infancia o la adolescencia de Amelio, pero se traducen en un tiempo universal que concentra todos los tiempos del mundo, de los reclusos, de las cárceles, de la deportación de siempre, en los tiempos del no-amor de la Humanidad toda, siempre prófuga y refugiada, representada por estas dos chicos injuriados y cerrada sobre sí misma en la elaboración de un dolor tan vasto que ni siquiera deja espacio al resentimiento.
 
Éste es el punto de llegada de Amelio, y éstos, me doy cuenta cada vez más, deberían ser los modos, las funciones fundamentales del arte: exponerse, comprometerse, entregarse, contar aquello que se sabe, que se siente; no proponer nunca cosas originales, elitistas, abstrusas, incomprensibles, sino revelar las cosas simples, reconocidas por todos. No dividir a los hombres, sino tratar siempre de reunirlos en un sentimiento común.
 
De frente a ciertas obras, resulta espontáneo reexaminar, discutir todo. Nos damos cuenta, por ejemplo, de la falta de adecuación y de la superficialidad de ciertos términos que el mundo clásico y renacentista nos deja en herencia. ¿Qué significa que un film sea bello? No hay nada en la fotografía, en la escenografía que sea un fin en sí mismo. Sus protagonistas no son bellos, más aún, desde el inicio parecen comunes, incluso desagradables, pero se vuelven bellos apenas les comprendemos (y les llevamos con nosotros). En Amelio eso es sobre todo una “buena” película (la verdad y la belleza están incluidas en el precio), y por esto lo amé enseguida, dado que siempre he pensado que se debería intentar hacer películas como éstas.
 
Volviendo a las palabras de reconocimiento vertidas por Gianni, muy presuntuosamente podría decir que ha sido como reencontrar un mensaje confiado mucho tiempo atrás a una botella, y descubrirlo elaborado, perfeccionado, distinto, pero al mismo tiempo similar. En ese sentido, siento que puedo aceptar sus palabras. Tal vez, por un momento, muchos años atrás, cuando comenzó a trabajar, fui una referencia para él, al menos en lo relativo al empeño, la tenacidad, la infinita paciencia que hace falta para hacer una película. Y si he podido influir, aunque fuera en un cinco por ciento, me sentiría tan orgulloso como satisfecho y contento.
 
Gianni Amelio me hace pensar a esos cardos selváticos, repletos de espinas, que cuando era chico, en Sila, un guardia de nombre Mazzei, me limpiaba trabajosamente con un cuchillo. Al final, quedaban tan pocos que entraban en el fondo de un vaso, y por el trabajo que habían costado, se comían lentamente, con arrepentimiento.
 
* Texto extraído de Il maestro impaziente, libro que acompaña el DVD Diario de un maestro, de Vittorio De Seta.
 
Traducción: Adriana Scaglione